I
Como amaste a los desheredados,
los desheredados también te aman
y no permiten que te nos vayas
con tu cuerpo cóncavo hacia el silencio.
En las noches de octubre cuando el
austro
lame las cicatrices de las ciudades
y pasa por el Tahuantinsuyo
batiendo el gran caracol de la pampa
tu figura luminosa sale al altiplano
donde duermen la hierba mate y los caballos
en el sueño acuchillado del indio.
Te hemos visto emergiendo de la
niebla
asomarte al filo de la obsidiana
para hacer como Quetzalcoalt
al hombre en el maíz del tiempo
e irte entre los apalencados y los montoneros
y los resplandecientes cañaverales atlánticos
a descarrilar la historia en Santa Clara.
A los que trinchan nuestro oro y
nuestra agua,
a los que encienden el corazón de las salitreras
y degüellan el pongo en la oscuridad
que sepan que tus manos buenas
siguen más allá de la cercenación
que aún nos queda el relente de la plata
cristalizada en tu rostro, Comandante.
II
Ernesto ha doblado en el silencio.
Venga si nunca ha visto el girasol, los puestos de reses en la pampa.
Esta virreinal Argentina cercada de pólvora por Pedro de Mendoza.
Buenos Aires es eterna, Bahía Blanca, los gauchos del Rosario.
Todas esas verdades que sabían
Alberto Granados y tú
a lomos del asma y la bicicleta
mientras caía lentamente la llovizna
en los ojos temblorosos de Chichina.
Voy a brindar del agua de vida por
Ernesto
en la cacharrita de la guerrilla de Ñacahuasu
sin mujeres ni organillero
que bailen los solos de bandoneón.
Lloverá sobre las ciudades de
Corrientes,
sobre tanta gente decapitada
y solo nos queda que aparezcas
junto al llanto del compadrito hacia Sorrento.
III
Venías con el relente de la plata
cristalizada en tu rostro, Comandante
para abrirles la puerta a los padecedores
del hambre oscura del corazón
y decirnos hecho fuego bajo la estrella
que estábamos bebiendo tu plenitud,
que estábamos bebiendo de la plata
cristalizada en tu rostro, Comandante.